domingo, 26 de diciembre de 2010
Regalos de Navidad
César Hildebrandt
Tomado de “Hildebrandt en sus trece” Nº 36 26dic2010
Si yo fuera tan inverosímil como Papá Noel y volara en un trineo por encima de las chimeneas que no existen, halado por los renos que nadie ha visto en Lima, bajaría a regalarle a Alan García un reloj.
Un reloj que le recordaría que el tiempo pasa y que la gloria de la presidencia no le restará un solo gusano a la hora de la pudridera. Porque para eso sirven las glorias: para nada. Porque después de tanto tatatán y tanto tatatín y tanto saludo a la bandera, señor presidente, lo que viene es la igualdad revolucionaria de la muerte y en ese momento viene también la lucidez tardía de saber que somos ínfimos pasajeros de un viaje sin razón. Esa es la soledad final de la que hablaba García Márquez en su libro más festejado: los Buendía somos todos y a todos nos espera un olvido colosal, el agujero negro de la nada.
A mí no me gusta las Navidad del niñito Jesús, que no nació un 25 de diciembre ni ningún día porque su madre era virgen y el espíritu santo carecía de apetito carnal, según toda probanza, ni me gusta la Navidad de Papá Noel, que viene vestido para la nieve en pleno verano del hemisferio sur y que trae regalos para todos pero se olvida de los niños de las hambrunas y las guerras civiles.
A mí lo que me gusta es la Navidad degenerada por los fenicios, por el comercio, por los polvos azules y rosados. O sea, la Navidad que te obliga a regalar, con lo cual el regalo deja de serlo para convertirse en dádiva, ofrenda, prenda. Pero no importa; regalas y haces que alguien se sienta bien por unos instantes. Y tú te sientes mejor, porque el acto de regalar es el egoísmo puro disfrazado de amor.
De modo que vamos a ser egoístas y vamos a imaginar los regalos que, aparte del reloj de García, se nos pueda ocurrir.
A Susana Villarán le regalaría un segundo de a bordo con carácter. La verdad es que los que tiene ahora parecen figuritas de mazapán , gasparines de los cromos Navarrete. Y el matriarcado espeso y déspota de ésta Chian Chin sin Mao puede ser de las cosas más dañinas –aparte del estalinismo- que le hayan sucedido a la izquierda.
A mi amigo Mauricio Mulder, que es un islote de decencia en medio del mar de los sargazos de la corrupción, le regalaría una dosis de caballo de memoria. Eso le permitiría recordar que existe, que no es un número, que no es parte de una lista expectaticia. Le permitiría recordar, en fin, que es Mauricio Mulder: un hombre con sus propios fueros al que la maquinaria del alanismo pretende convertir en vocero de la confusión y en esclavo de la disciplina, pobre.
A Alejandro Toledo tendría que regalarle un huachafómetro, que es un instrumento que antes se vendía en Hiraoka y que te impedía hablar como extranjero, pensar como “estadista” hasta cuando vas al baño y criticar lo que no ha hecho cuando tú mismo lo pudiste hacer a la hora que te tocaba.
¿Qué le regalaría a Mercedes Araoz? Si fuera procaz diría que le regalaría una consolación, que es lo que va a necesitar a la hora del recuento de votos. Pero como no soy procaz, diré tan solo que le daría un preventivo pésame y un frasco de “1 millón”, de Paco Rabanne, que también es aprista.
Lo que necesita mi admirado Ñique de la Puente es una tonelada de ubicaína, y esto es lo que, si pudiera, le regalaría. Porque una cosa es ser ególatra al galope, ingenuo hasta las vísceras, casto de antemano y romántico de capirote y otra es prestar la reputación a un grupo de argumentos que entiende la política como un acto de cobranza judicial.
Todos al fin y al cabo, somos una mescolanza de aventadas certezas y negadas contradicciones. Pero Ollanta Humala está convencido de que eso es una virtud y por eso sum programa de gobierno no requiere de lectores sino de criptógrafos. De modo que regalarle claridad, enlatada o en sifón, no sería una mala idea.
Lo que necesita Luis Castañeda es un auditor. No para que lo escuche –porque el hombre no habla- sino para que le reise las cuentas trapaceras de Comunicore, que es un pecado capital en el más economicista de los sentidos.
A PPK le hace falta algo que no tiene: Un sueño, una ramita de utopía, una cucharadita de horizonte. Porque este hombre es la vigilar hecha vientre, y detrás de su hablar de bobo, se esconde una máquina de mentir y hacer dinero. PPK no es un ser humano: es una bolsa de valores sin valores, un cálculo con glándulas, una usura con la bragueta abierta. Y el pobre San Román, que le carga el maletín, es un cholo más falso que Tulio Loza (Aunque aquí haga las veces de Piquichón).
Si yo fuera Alan García (digo, es un decir) le regalaría el Canal 7 a Rafael Belaúnde Aubry, que es el más listo y el menos hipócrita de los candidatos menudos. Este hombre sí que tiene ideas, objetivos y un programa aireado por la modernidad. Pero por eso mismo va a perder. Porque en el Perú, como se sabe, hace rato que hubo un golpe de Estado contra la meritocracia.
¿Y la señora Keiko, la rehén de Montesinos? Si yo fuera un caballero diría que nada. Pero como con la señora Keiko de nada sirve ser un caballero porque de todos modos te va a escupir y apuñalar, diré que le regalaría diez dosis intramusculares de amnesia. De este modo, por la vía glútea, podría olvidar que su padre fue un canalla que se hizo pasar por peruano cuando aquí mandaba matar y robar, y que se hizo pasar por japonés cuando quiso estar en la Dieta para adquirir inmunidad, y que se hizo pasar por “presidente” cuando era en realidad el jefe de una banda de asaltantes. Tras la décima dosis de amnesia sin diluir, la señora Keiko olvidará también que a ella Montesinos le entregaba plata robada para que estudiara en Boston, como sus hermanos, y plata robada para sus gustitos, y plata robada para sus viajes a Lima, donde visitaba al papá dador y al asesor emisario pero apenas a su madre, la señora Higuchi, a quien Fujimori también robó, engañó y maltrató. Quizás necesitaría la dosis supernumeraria –la número 11- para olvidar que la mafia que la patrocina no quiere gobernar sino reincidir y que, si ganara, el Perú volvería a ser charco inmundo de los tractores que no rodaban, los aviones que no volaban, las avionetas del Huallaga que sí despegaban, los generales que perdían las guerras pero ganaban con las comisiones, los asesinos que sonreían, la fiscal de la nación que practicaba el viejo oficio de vender favores, el contralor que se callaba, los procuradores en su madriguera, los Lúcar y los Crousillat en la tele, los maletines en el SIN y una neblina de vergüenza cubriéndolo todo.
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